La Fortaleza
es una virtud cardinal mediante la cual somos capaces de soportar o
vencer los obstáculos que se oponen al bien. Valor y fortaleza llevan el
individuo a enfrentarse al peligro y al esfuerzo sin flaqueza. Así como la templanza
es un freno, el valor y la fortaleza son un aguijón.
El valor y
la fortaleza no son un acto bravo, sino que es un hábito de dominio de sí
mismo. Precipitarse en el peligro por ira, ignorancia o estupidez, no
constituye un acto de valor, ya que el hombre verdaderamente valiente actúa
prudentemente, en lo que aprecia perfectamente el peligro, pero lo asume
prudentemente, midiendo el peligro. Para nuestros instintos, la muerte es la
más terrible de todas las cosas, pero la razón nos dice que hay algunas cosas
que valen más que la vida y otras que son peores que la muerte. El valor nos
pone en condiciones de superar el dolor de la muerte, y más todavía de males
menores, siempre que sea razonable hacerlo. Nos liberan de la
esclavitud del miedo, aunque no necesita suprimir el miedo mismo. En efecto, el
individuo valiente obrará acaso con miedo, pero se enfrenta al peligro a pesar
del mismo.
El vicio
opuesto al valor y a la fortaleza es la cobardía, es el dejar vencerse en
situaciones que nos afectan en nuestra alma.
La Templanza
regula el apetito en el uso del placer sensible, es decir regula todo aquello
que entra por los sentidos causándonos cierto placer. Modera nuestros dos
impulsos principales: hacia la auto conservación y la conservación de la especie,
actuando así como freno de la complacencia excesiva en la comida y la bebida y
en materia de sexo.
Sus vicios
opuestos son el desenfreno en los apetitos sensibles por ejemplo: la
gula, la lujuria, la embriaguez, el orgullo, la vanidad. En
cuanto virtud, la templanza, mejor llamada tal vez temperancia o moderación o
autocontrol, no significa abstinencia total. Hay personas que
consideran que toda complacencia conduce a tentaciones que no pueden dominar, y
para éstas la abstinencia total constituye el solo remedio; otras, en cambio,
renuncian voluntariamente, por motivos superiores o con miras a su
perfeccionamiento moral, a placeres por lo demás legítimos. Pero es el caso que
ninguna criatura es mala en ella misma, y la moralidad natural sólo exige que
las criaturas sean utilizadas con moderación y en la medida en que contribuyen
a fines loables. El hábito de obrar así es templanza. Puesto que la mayoría de
las personas propenden al exceso en los placeres, el medio suele situarse más
acá de nuestro deseo y más cerca del lado de la restricción. Las personas
difieren considerablemente en cuanto a la fuerza de sus apetitos sensuales, de
modo que el medio varía según la persona.
La falta de
templanza se pone de manifiesto en la gula, la embriaguez, la lujuria, el
orgullo, la crueldad y la vanidad. Una restricción excesiva producirá acaso
insensibilidad, estolidez, malhumor, acrimonia y austeridad fanática.